A muchos nos aterra el nuevo auge del fascismo. Solo en Europa, la extrema derecha integra cinco gobiernos y tiene representación parlamentaria destacada en veintisiete países. Pero esto es apenas la punta del iceberg de un proceso bastante más complejo: el auge del Estado policial global como respuesta a la profunda crisis del sistema capitalista actual. A medida que el neoliberalismo dispara las desigualdades hasta límites insospechados (los veintiséis millonarios más importantes del mundo poseen hoy más de la mitad de la riqueza mundial mientras dos mil millones de personas viven en situación de pobreza), los individuos se vuelven «desechables». Una población excedente que supone una amenaza de rebelión para la clase capitalista. Para refrenarla, se hacen ubicuos todo tipo de sistemas de control, rastreos biométricos, encarcelamientos generalizados, barcos‐prisión, violencia policial, persecución de migrantes, represión contra activistas medioambientales, eliminación de prestaciones sociales, desahucios, precarización de las clases medias, guerras estratégicas sustentadas por capital privado... Así, el Estado policial global no remite ya a un mecanismo policial y militar, sino a la propia economía global como totalidad represiva, cuya lógica es tan mercantil como política y cultural. Y, mientras la codicia infinita de la clase dominante hunde al capitalismo en una crisis sin precedentes (llevando la degradación ecológica y el deterioro social a su límite absoluto), el neofascismo afianza su posición en ese Estado policial global cuyo objetivo es la exclusión coercitiva de la humanidad excedente.
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