Con sesenta años cumplidos, Lev Tolstoi llega a 1889 sin ser ya el mismo autor de Guerra y paz o de Anna Karénina. Ese año comienza a redactar el primero de muchos borradores destinados a contar la tormentosa historia del príncipe Nejliúdov y su antigua criada Katia Máslova, para lo que necesitaría varias versiones y todo un decenio hasta dar con la versión definitiva de la que se considera “la última de sus tres grandes novelas”, Resurrección (1899).
Resurrección es una de esas novelas que determinan la complejidad de los límites entre los siglos XIX y XX, factor que en Rusia tiene una importancia esencial por su proximidad a esos “epicentros de la modernidad” política y artística tan claros para la humanidad, como las revoluciones de 1905 y 1917 o la asombrosa transformación de la herencia decimonónica en un abanico de vanguardias que hoy siguen manteniendo un deslumbrante diálogo con artistas de muy diversos lugares y disciplinas.
Fue la arrolladora recepción de Resurrección en todo el mundo lo que marcó un hito en la novela moderna y lo que situó a Tolstoi en los orígenes de la perspectiva contemporánea de la literatura como elemento formador de la conciencia. Si es más conocido entre nosotros el entusiasmo que la obra provocó en Francia, Inglaterra y Alemania (en España, Clarín la consideró en 1900 la más conseguida de las novelas de su autor), bueno es recordar que las traducciones se multiplicaron en muy pocos años a la mayor parte de lenguas y que por ejemplo en Japón, ya en 1908, Resurrección era utilizado como libro de texto incluso en las academias militares. El crítico K. Riejo atribuye al hecho de que Tolstoi contase lo sucedido a sus héroes desde el mismo punto de vista de millones de desposeídos (y evidentemente y de forma fundamental de las mujeres), el que en algunos países las versiones de la novela circulasen con títulos diferentes al original, como en el caso de Corea, donde se llamó La terrible historia de Katiusha o de Turquía, donde recibió simplemente el nombre de Katia.
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