Cada que leo a Gilmer Mesa me lo imagino como un viejo lobo del asfalto parado en una esquina del barrio contándonos, con su vozarrón viril y esa mezcla de sabiduría de calle y erudición libresca, los pormenores del cataclismo que aún nos cimbronea. Recostado en la pared del bar, adolorido y sólido, da cuenta de los episodios más atroces de nuestra historia cercana sin dejar de ver la crepitación de la belleza en medio del desastre.
Mis pocos conocidos de barrio que accedieron al mundo académico o al de las letras lo han hecho, de alguna manera, para irse de la cuadra, como una manera de "salir adelante"; Gilmer, que terminó involucrado en el circuito literario sin proponérselo, ha decidido "salir atrás"; no solo se ha quedado en el barrio, sino que se ha metido aún más en él, hasta un punto al que tal vez ni los mismos habitantes de su cuadra han llegado. En eso, y en la mirada sostenida y profunda, sin quejas ni concesiones al espectáculo de la desgracia, radica su fuerza y lo genuino de su obra. A diferencia de ciertos cronistas y turistas de lo popular, Gilmer no se relaciona con la realidad del barrio como quien mira para contar sino como quien ha vivido para mirarse.
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