La muerte relativiza todo cuanto se compara con ella o se contemple desde ella. El hombre mismo es un ser relativo a la muerte, el que siempre vive en relación con ella. La muerte es su trasfondo y su horizonte. Ella pone a cada uno en su sitio.
La muerte nos hace pequeños y grandes a un tiempo. Pequeños, porque es la prueba universal e incontestable de nuestra condena a la nada, su instrumento ejecutor más manifiesto. Sólo ante ella palpamos nuestra limitación esencial y la de nuestros proyectos más entusiastas. Al lado de su omnipotencia, ¿qué podemos nosotros? Pero también nos hace grandes al mismo tiempo. Y es que, mirada a fondo nuestra vida, la muerte es el acicate negativo de cuanto hacemos y deseamos, de todas las aspiraciones humanas. Nuestra guerra perpetua acabará para cada cual en una victoria de la muerte, pero tras una sucesión de derrotas parciales que el hacer humano le va infligiendo. Somos lo que llegamos a ser (y con nosotros la humanidad) contra la muerte y por su mediación; a fin de cuentas, gracias a ella.
«Como el valor y la inteligencia son las dos cualidades que más merecen que el hombre las cultive, el principal cometido de la inteligencia es reconocer nuestro estado de precariedad en la vida y el primer cometido del valor no dejarse abatir por este hecho». Robert Louis Stevenson.
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