Primer libro de Fernando González, publicado a la edad de 21 años. Jesuitismo, atavismo e inhibiciones hacen de él un caos espiritual en su juventud. Como culminación de este período inicial de búsqueda aparece este libro distinto en el medio americano de entonces; un libro que elude los malabares adjetivos y los alardes de erudición, tan propios de la época centenarista; un libro sustantivo, vertido sobre los problemas de la intimidad del hombre. Don Fidel Cano, fundador del periódico liberal El Espectador, es el prologuista, muy paternal y elogioso, pero penetrante y certero al entender a González como un «atormentado» que va «derecho a creer en algo». El mundo jesuítico fue la piedra de toque para la tarea de autenticidad que asumirá el autor hasta el fin de su vida. En esta obra aparecen insinuados muchos de los temas que desarrollará luego y que irán viajando hasta sus páginas de madurez. Hallamos aquí breves reflexiones, escritas con el ritmo que surge entre el maestro y los alumnos. Se dirige a sus oyentes en tono sentencioso e invita a meditar la vida con calma y lentitud. Se esbozan cuestiones como el estudio de sí mismo, la soledad, el remordimiento, la muerte, el amor, el deseo. Pero en el fondo de todos estos contornos se vislumbra el anhelo de unirse con lo absoluto, su misticismo: «¿Qué amas tú en las mujeres a quien amas? No a ellas sino al ideal que en ellas has puesto. Yo disuelvo mi alma en el universo todo, y así amo todo el universo».
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